En la soledad de su habitación, Samsa vio sus manos y notó que temblaban. Conocía las consecuencias de sus actos, y sabía muy bien que ya no había vuelta atrás. Las imágenes de sus acciones se repetían como una película en su mente.

La cabeza le dolía. Era como si su mente, razgada y latiente, hubiera comenzado a dilatarse, y el espacio conferido entre ella y sus huesos ya no fuese suficiente para contenerla. En un momento algo se rompió. Y Samsa supo entonces que su cráneo había cedido a la presión. La piel de su rostro también se razgó.

Era el final, lo sabía. Habiendo cumplido su terrible misión, el disfraz de persona comenzaba a caerse. La piel humana abandonaba su cara a grandes pedazos.

Una cabeza oscura y deforme apareció bajo la máscara humana. Sus ojos rojos, enormes y compuestos como los de una mosca, surgieron como serpientes. Largos y gruesos tentáculos de pulpo brotaron de su boca, negra y babeante.

Samsa se contempló sí mismo largo rato en el espejo. Aquella criatura horrenda era su verdadero yo. Y ahora que se había despojado de su disfraz era que hallaba al fin la paz…

La puerta entonces se abrió de golpe y una mujer joven asomó a la habitación.

—Hey, Samsa —le dijo sonriendo—. ¿Qué tanto haces aquí dentro? Ven, te estamos esperando.

—Sí, voy ahora mismo.

Y mientras la chica se iba, Samsa se miró al espejo y ajustó su corbata. Un hombre respetable y apuesto le devolvía la mirada. ∎