Entonces entró ella. Y con aire despreocupado, propio de las chicas de su edad, fue a sentarse en el alféizar de la ventana. Y con sus manos, sus deliciosas manos color miel, abrió su libro en una página marcada y se dispuso a leer.

Ah, pero qué grácil era ella; con la sedosidad de su piel, el olor a almizcle de su adolescencia, y sus manos, sus deliciosas manos mágicas revoloteando sobre las páginas, y uno de sus pies desnudos acariciando el aire etéreo de mi obscuro deleite.

No obstante mis palabras, es de esperar que ninguno de ustedes lo entienda. Pues únicamente un artista, un loco, un fetishman —una mente de voluptuosidad infinita y perversa— puede llegar a comprender, en su total magnitud, la sensualidad que encierran esas dos únicas palabras.

Y así era como permanecía ella: posada, recostada. Con una de sus piernas desnudas balanceándose en el alféizar de la ventana, delante de los mil ojos desorbitados de mi alma. Yacía completamente extraviada en la fantasía de sus libros, ignorante de su fantástico poder. ∎