Asesinato en el Ishtar Express
Con la finalidad de realizar una investigación para mi tesis, me desplacé a la ciudad-estado de Ur, en donde me hospedé en el prestigioso Ishtar Express. Luego de haberme instalado, bajé al suntuoso comedor, donde me agasajaron con los más deliciosos manjares. He de decir que, aunque en la mayoría de los hoteles la comida que ahí se sirve se ha ganado a fuerza la fama de insulsa, esto no ocurre en el Ishtar Express, donde la comida es siempre espléndida, el epítome de la exquisitez.
Una vez terminé con aquellos manjares dignos de los dioses, retorné a mis aposentos para tomar un baño revitalizador y posteriormente disfrutar de un breve descanso, y así después iniciar mis pesquisas a primera hora de la tarde.
El cuarto de baño se presentó no menos galante que el otrora magnífico comedor, haciendo de manifiesto un gusto culto con fragancias y perfumes de lo más sensibles y seductores. Con un éxtasis casi orgásmico, ingresé a la bañera dispuesto a agasajarme como es debido.
Más tarde, habiendo tomado el mejor baño de mi vida, sequé y perfumé mi cuerpo, y cubrí mi desnudez con una elegante y finísima toalla de algodón de la más alta calidad, cuyo tacto recordaba a la suavidad de la piel de un bebé.
Abrí la puerta de mi dormitorio y para mi total trastorno me encontré en él a la mucama, que permanecía de espaldas a mí, extendiendo y levantando con destreza volutas de polvo invisible de diversas superficies. ¡Pero qué atrevimiento! ¿Ingresar a las habitaciones de un caballero en semejante situación y sin previo llamamiento? ¡No es correcto! La sorpresa y la indignación me congelaron, y cuando hube resuelto dirigirle unas palabras de reprimenda, vi con asombro cómo se acercaba sigilosa a mi lecho, para luego levantar su mano con un objeto en ella y después propinar vigorosos y repetidos impactos a la que fuera mi cama. Nada me preparó para ver cómo una gota roja de sangre escurría en el instrumento de muerte que sujetaba con firmeza.
Víctima del más profundo terror, salí con premura de mis habitaciones, así, tal y como me encontraba, desnudo y cubierto únicamente con la suave e impoluta toalla de lana. Sin duda alguna, aquella mucama asesina se creía sola con su víctima en aquellas habitaciones, no imaginando siquiera mi presencia. Y ahora que había presenciado el horror de su crimen, me veía obligado a huir con celeridad para salvar la vida, no sin antes pensar que, dada la patente gravedad de estas condiciones, la sociedad sabrá dispensar la falta de decoro de mi deplorable aspecto.
Huí presurosamente. Y al no encontrar a nadie que me prestara auxilio —como si todo el personal del hotel estuviese confabulado con el infame crimen—, resolví salir a la calle y pedir la tan necesaria ayuda en estas situaciones desesperadas. Pero oh, qué terrible decepción. Las damas y caballeros que encontraba a mi atropellado y urgido paso no hacían otra cosa que huir de mi persona en lugar de prestarme su oído; incluso algunos olvidaban las buenas maneras y no obtenía otra cosa que no fueran burlas obscenas y grotescas. ¡Ay de mí! ¿Pero qué es lo que les pasa a estas gentes? ¡Animales! ¡Bestias! ¡Incultos salvajes en una selva de concreto!
Temeroso de la persecución de la asesina, así como falto de toda ayuda y comprensión, y hallándome precariamente en los límites de mis fuerzas, llegué finalmente al Sanatorio del Santo Suplicio, en donde me ofrecieron protección y asilo. Es en este lugar santo, generoso y piadoso, en donde me encuentro actualmente, resguardado de los inminentes peligros e infames agravios de los que pudiera llegar a ser víctima, en una habitación blanca de paredes suaves y acolchadas —E incluso han cubierto la vergüenza de mi desnudez con atavíos también blancos, aunque he de decir que las mangas quedan un poco largas—. Pero no obstante a toda la misericordiosa hospitalidad y protección de estas nobles gentes, no puedo apartar de mi mente lo sucedido. Las imágenes me asaltan y reverberan implacables en mi mente, y comprendo que nunca más seré salvo de aquel horror; del ominoso instante en que vi a la mucama del hotel levantar su mano con aquel terrible objeto, y asesinar —sin asomo de ninguna duda o arrepentimiento— ¡a aquella inocente mosca! ∎