A las tres de la madrugada
Un sonido la despertó. Miró la hora en su despertador analógico rosa. Eran las tres de la madrugada. Somnolienta se sentó en su cama y prestó atención. Había un sonido constante, como el de las uñas de unos dedos golpeando la ventana. Estaba lloviendo. Llovía desde hace más de doce horas. Pero ese no era el sonido que la había despertado. El ruido más bien había sido como un...
«Toc, toc». ¡Ajá! Ahí estaba de nuevo el sonido. Alguien llamaba a la puerta a las tres de la madrugada.
Bostezó. Los ojos le escocían. Se sentía demasiado triste y cansada, aunque por más que lo pensaba no podía determinar el por qué. Tal vez un sueño…
«Toc, toc».
Se levantó, y cuando lo hizo reparó en que llevaba su mejor vestido, el negro de tirantes y falda corta, el cual le habían obsequiado por su cumpleaños. Se extrañó mucho, pero por más que se esforzó no pudo recordar cuándo se lo vistió ni para qué. ¿Para una fiesta tal vez? No. Sí. Espera… Sí, eso es. El vago recuerdo de sus padres con sus ropas más elegantes vino a su memoria. Tuvo que ser alguna fiesta o un evento social de alguna clase. ¿Pero cuál? ¿Y en dónde? ¿Y por qué? Preguntas, preguntas, y cada vez más y más preguntas. Pero no podía pensar en posibles respuestas, se sentía demasiado triste y agotada.
«¡Toc, toc!». De nuevo alguien llamaba a la puerta.
Accionó el interruptor de las luces, pero éstas no encendieron. ¿Una falla por la lluvia? Podría ser.
«¡Toc, toc!». ¡Ugh! ¡Pero cuánta insistencia! A tientas salió de su habitación y bajó uno a uno cada peldaño de las escaleras. Y cuando se acercó a la puerta lo suficiente, guardó silencio por un momento para escuchar del otro lado; pero sólo pudo escuchar el sonido de la lluvia al caer…
—¡Hey, tú! ¡Ábreme! —dijo un susurro que le hizo dar un respingo. Una familiar risa masculina se hizo notar al otro lado de la puerta.
—Soy yo, Guisantito. Ábreme. Hace mucho frío aquí afuera.
«Guisantito», ¿eh? ¡Pero qué irritante! Era él, su hermano mayor, que siempre le llamaba como aquel «personaje» del cuento La princesa y el guisante.
«¡Claro que es un personaje!», le había dicho él alguna vez. «Y es el más importante del cuento, sino mira nada más los problemas que causa». Se había reído. «Y tú eres como él, ¿sabes? Porque eres igual de pequeña y fastidiosa».
«Ja, ja. Muy gracioso», había respondido ella con un mohín. Y ahora el gracioso otra vez llegaba tarde a casa.
Abrió la puerta, y al hacerlo, un rayo cayó en la lejanía. El trueno reverberó por las ventanas de toda la casa. Su hermano, con la cara manchada de aceite y empapada por la lluvia, le miró y le sonrió.
—¡Ah, pero qué alegría estar de nuevo en casa! —dijo él mientras entraba.
—¿Qué fue lo que te pasó en la cara? —preguntó ella.
—Tuve un pequeño incidente con el automóvil. Y sabes que no soy bueno con la mecánica.
—Nada bueno —dijo ella recordando el día en que él había reparado su coche eléctrico de juguete. Había modificado el motor con tanta potencia que, cuando ella pisó el pedal, el cochecito se volcó hacia atrás junto con ella, como si fuera un caballo embravecido—. Das penita como mecánico.
—Lo sé —dijo entre risas—. ¿En dónde están mamá y papá?
—Supongo que arriba, dormidos en su recámara. Llegas demasiado tarde, ¿lo sabías? Tienes suerte de que no estén despiertos.
—Sí… Oye, ¿y por qué está todo tan oscuro? —dijo él mirando alrededor.
—No hay corriente eléctrica. Seguramente por el mal clima.
—Ah.
—Ven. Deja que te guíe a tu habitación —dijo ella tomándolo de la mano—. Mis ojos ya se han acostumbrado a la oscuridad.
Mientras subían juntos las escaleras, el tacto de su mano, masculina y fuerte, le trajo aquel recuerdo en que ella resbaló y cayó en el parque. En aquel momento los niños la vieron caerse y se burlaron de ella; pero entonces apareció su hermano mayor de la nada y le tendió aquella misma mano, cálida y firme, y la había sacado de ahí con su dignidad de niña intacta. Casi como el héroe de una película.
Suspiró. Y al sentir la alfombra de los escalones bajo sus pies descalzos, recordó brevemente la ocasión en que ella se golpeó la cabeza jugando en la sala. Su hermano la había llevado a su habitación, cargada en brazos por esas mismas escaleras…
¿Por qué estaba recordando todo eso?, se preguntó.
En la penumbra del pasillo, miró hacia atrás y vislumbró el rostro de su hermano, mojado y sucio. Se detuvo.
—¿Qué pasa? —dijo él.
—Ve al lavabo y límpiate la cara. Pareces el mecánico que no eres.
—Pero está muy oscuro —dijo él—. Ni siquiera veo mi rostro en el espejo.
Ella suspiró.
—Ven.
Él se inclinó un poco y ella se puso de puntillas para alcanzar su rostro. Olía a aceite automotriz. Lavó su cara con agua y jabón hasta que las manchas y el olor del aceite desaparecieron. Después secó su rostro con una toalla limpia de algodón. Le gustaba cuidar de su hermano después de todo lo que él había hecho por ella.
—Hey —susurró él—. ¿Duermes conmigo?
—¿Le tienes miedo a la oscuridad, grandote? —le dijo con una sonrisa.
Él se rió, y qué bonita le había parecido siempre su risa. Tan varonil, tan de hermano, tan de él.
—No. Sólo quisiera dormir contigo esta noche, como cuando éramos niños.
—Está bien —dijo ella—. Pero no te acostumbres.
Pasaron por una ventana, y al hacerlo ella notó que la lluvia había perdido su fuerza. Apenas era un suave susurro.
Entraron en la habitación. Ella se acostó en la cama sobre un costado y su hermano la abrazó por detrás.
—Estoy demasiado cansado —dijo él suspirando.
—¿Sí? Yo también.
—Hey, ¿por qué andas tan elegante con ese vestido negro? ¿Fuiste a alguna parte?
—No lo sé —respondió ella—. ¿Puedes creerlo? No puedo acordarme…
—Sí, te creo. Con lo traviesa que eres… De seguro te fumaste algo.
—Osh.
Rieron los dos.
Y juntos permanecieron en silencio por un momento, permitiendo que la quietud de la noche los envolviera y el suave murmullo de la lluvia los arrullara.
—Tuve miedo, ¿sabes? —dijo él después de un rato—. El automóvil se hizo difícil de controlar en la carretera con esta lluvia… Por una fracción de segundo pensé que no volvería.
Silencio.
—Te quiero mucho, Guisantito —dijo él en un susurro.
El olor a aceite automotriz regresó de nuevo e inundó la habitación, y los ojos de ella comenzaron a llorar. Un dolor sordo, como dormido en su consciencia, se despertó en su corazón agotado y su memoria se aclaró: Sí, su hermano había tenido un accidente, pero éste había ocurrido por la mañana, y las personas lo habían encontrado dormido en ese sueño del que uno ya no se despierta nunca más.
La realidad golpeó su pecho y la descubrió triste, pero tranquila y sin miedo.
—También te quiero mucho, hermanito —le respondió ella en un sollozo—. Qué bueno que hayas regresado a casa.
Ella se giró y hundió la cara en su pecho.
Fuera, la lluvia cesó por completo y se hizo el silencio. La luz de la luna penetró diáfana a través de las cortinas blancas. Ella cerró los ojos y su hermano le besó en el cabello. Pronto quedó sumergida en la suavidad del ensueño. Y cuando lo hizo, el reloj del estante dio las tres con uno de la madrugada. Entonces, el cuerpo de su hermano se desvaneció en la noche… y ella quedó sola en la habitación. ∎